
Septiembre de 2025. A días de cerrar las eliminatorias sudamericanas rumbo al Mundial de 2026, Venezuela aún tiene opciones. Si gana sus dos últimos partidos y Colombia empata ante Bolivia, clasifica directo. Si no, queda el repechaje. Y aunque parezca utópico, estamos dentro del mapa. Pero más allá de la calculadora, hay una pregunta que nos persigue desde hace décadas: ¿por qué Venezuela nunca ha estado en un Mundial de mayores?
La respuesta no cabe en una sola línea. Es una historia larga, marcada por exclusión, negligencia y resistencia. Venezuela no ha clasificado porque durante mucho tiempo el fútbol fue un deporte ajeno, casi clandestino. Nuestra Federación se fundó en 1953, la última de Sudamérica en afiliarse a FIFA y Conmebol. Para entonces, Uruguay ya había ganado dos Copas del Mundo (1930 y 1950), Brasil ya era potencia, y Argentina ya tejía generaciones de ídolos. Nosotros apenas comenzábamos a entender el juego.
Durante los años 60 y 70, mientras el continente vivía el auge del fútbol como identidad nacional, Venezuela seguía atrapada en la hegemonía del béisbol. El fútbol era visto como extranjero, sin arraigo popular ni respaldo institucional. No había ligas fuertes, ni formación juvenil, ni visión estratégica. Y cuando llegaron los primeros intentos de profesionalización en los 80, ya era tarde para competir de tú a tú.

En 1989, la Vinotinto sufrió una de sus derrotas más recordadas: 9-0 ante Brasil en Recife. Ese marcador no solo reflejaba la diferencia técnica, sino también la distancia estructural. Venezuela era, por entonces, la selección más goleada de Sudamérica. En eliminatorias, sumar un punto era motivo de celebración. Clasificar, una fantasía.
Pero algo empezó a cambiar a principio de siglo En 2001, la Vinotinto venció a Uruguay 2-0 en Montevideo. En 2004, repitió la hazaña. En 2007, organizó la Copa América y por primera vez sentimos que el fútbol podía ser nuestro. En 2009, la Sub-20 clasificó al Mundial de Egipto. En 2017, la Sub-20 llegó a la final del Mundial en Corea del Sur. Y en los últimos años, jugadores como Rondón, Soteldo, Machís y Yeferson Savarino han brillado en ligas internacionales.
Pero el progreso ha sido fragmentado. Nunca hemos logrado consolidar las tres patas que sostienen el éxito: jugadores, entrenadores y directivos. Cuando hay talento, falta planificación. Cuando hay visión, falta estructura. Cuando hay estructura, falta continuidad. Y así, el sueño mundialista se ha postergado una y otra vez.
Hoy, en 2025, estamos ante una nueva oportunidad. No perfecta, pero real. Y más allá de los resultados, lo que está en juego es algo más profundo: romper el ciclo del “casi”. Dejar de ser el equipo simpático que juega en algunas oportunidades bien pero no clasifica. Dejar de depender de otros resultados. Dejar de romantizar la espera.
Clasificar no es solo ganar partidos. Es construir legado. Es decirle al país que sí se puede. Que el fútbol también puede ser identidad, esperanza y futuro. Que Venezuela no está condenada a mirar desde afuera.
Si no es ahora, que sea pronto. Pero que sea. Porque ya no hay excusas. Porque el Mundial no espera. Y porque Venezuela ya no quiere ser el eterno casi.
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Por Luis Alonzo Paz | CNP 10.760