Venezuela fue goleada 3-0 por Argentina. No hubo remates al arco, no hubo juego, no hubo alma. ¡Pero tranquilos, estamos “a un paso” del repechaje!. Y eso, en esta tierra de milagros matemáticos, ya es motivo suficiente para sacar la corneta y celebrar.

Porque sí, en un país donde el Mundial ha sido más mito que meta, cualquier aproximación al torneo se celebra como si fuera el desembarco en Normandía. Poco importa que hayamos sacado 2 puntos de 27 posibles fuera de casa. Poco importa que vivamos de las hazañas en Maturín, como si el estadio fuese una cueva mágica donde los rivales olvidan cómo jugar. Lo importante es que “estamos cerca”. ¿Cerca de qué? Bueno, eso depende del optimismo con el que se lea la tabla.

Sin crítica no hay paraíso

Criticar al Bocha Batista en este contexto es casi un sacrilegio. ¿Cómo vamos a cuestionar al hombre que, sin jugar a nada, nos ha puesto a mirar el repechaje con cara de esperanza? ¿Cómo vamos a señalar que su equipo ha sido una sinfonía desafinada durante 17 partidos, si en uno logró – ante el peor de Suramérica en este momento – que los músicos tocaran algo parecido a fútbol?

La estrategia ha sido clara: sumar en casa, rezar afuera. Y cuando eso falla, debemos ligar el marcador de Colombia ante Bolivia y cruzar los dedos para que Brasil nos de la mano en la última jornada, más allá de que en nosotros esté ese medio cupo final. Porque aquí no se juega a clasificar, se juega a que otros nos clasifiquen. Es el nuevo modelo Vinotinto: el “como sea”, versión 2.0.

Mientras tanto, el Bocha se nacionaliza emocionalmente. Ya no parece argentino, parece venezolano: conformismo con humidificador incluido. Y en cada rueda de prensa, nos regala frases como “jugamos bien”, aunque Dibu Martínez haya terminado el partido sin ensuciarse los guantes.

¿Y cómo lo estamos logrando?

Nos hemos acostumbrado a vivir de los créditos ajenos. A celebrar ese gol de James ante Bolivia como si fuera nuestro. A mirar el repechaje como si fuera el podio olímpico. Y si el martes Brasil empata o gana a Bolivia en la altura, diremos “gracias Brasil”, como ya dijimos “gracias Colombia”. Porque aquí, el mérito propio es opcional.

Lo preocupante no es que celebremos el repechaje. Lo preocupante es que lo hagamos sin preguntarnos cómo llegamos ahí. Porque si seguimos sumando solo en casa y siendo un fantasma en la carretera, lo más probable es que en marzo se nos venga otra Venezolanada. Y en eso, sí que tenemos doctorado.

El Bocha no juega a nada. Así de simple. Y aunque la tabla lo sostenga, el fútbol lo desmiente. Celebremos, sí. Pero no olvidemos que los planetas se alinearon, no que nosotros los movimos. Y si algún día entonamos el himno en un Mundial, que sea con la conciencia de que llegamos por la puerta de servicio, no por la alfombra roja.

¿Realmente antes éramos tan malos?

La comparación con las eras de Páez y Farías duele. Porque antes, al menos, había una idea. Hoy, hay una tabla. Y esa tabla, generosa como pocas, nos permite soñar con ser el mejor entre los más débiles, – para que no se vea tan fea la palabra peores -. Porque sí, estas eliminatorias han sido tan desequilibradas que hasta el empate ante la versión más denigrante de Brasil en décadas parece una epopeya.

En el 2010, Venezuela sumó 22 puntos, ni a eso llegaremos en esta oportunidad, y en el 2014, la Vinotinto ocupó el sexto lugar sacando cinco puntos de diferencia a su más cercano perseguidor. En pocas palabras, estamos más feo que antes, pero para el beneficio de los protagonistas y ejecutantes de hoy las condiciones del torneo son diferentes.

¿Esto es lo que queremos vs. esto es lo que tenemos?

Más allá de la crítica legítima —y necesaria— que se puede hacer al cuerpo técnico, a la dirigencia y al rendimiento colectivo, hay una interrogante que se impone con fuerza: ¿esta es la forma como queremos llegar al Mundial?

En medio de un ecosistema mediático donde el periodismo profesional ha cedido terreno al aplauso fácil, y donde la crítica se confunde con resentimiento, cuesta encontrar espacios que no estén contaminados por el “como sea”. No hablamos de los opinadores sin formación que gritan desde la grada digital, sino de aquellos que deberían ejercer el oficio con rigor, pero han optado por la complacencia institucional.

¿Ha crecido realmente nuestro fútbol? ¿O simplemente hemos aprendido a leer la tabla con calculadora y fe? ¿Tenían más nivel los jugadores de la era Páez y Farías, o simplemente tenían una idea de juego que hoy brilla por su ausencia? Porque antes, se jugaba a algo. Hoy, no se juega a nada.

Y en medio de este panorama, emerge el Bocha Batista como el DT más imantado de nuestra historia reciente. Sin propuesta, sin estilo, sin evolución visible, está a punto de convertirse en el superhéroe de una nación que, “sea como sea”, quiere estar en el Mundial. No por lo que construyó, sino por lo que el formato le permitió. No por lo que propuso, sino por lo que otros dejaron de hacer.

Batista no ha dirigido un proceso, ha sobrevivido a él. Y si logra el repechaje, será celebrado como el hombre que nos acercó al sueño, aunque el camino haya sido más una caminata por la cornisa que una marcha triunfal.

Porque en en muchos casos, los méritos se mides por la cercanía al objetivo, no por la forma en que se los alcanza. (LAP)

Los Sonidos del Silencio

Otra diferencia sustancial entre las eras de Farías y Richard, y la actualidad, es el clima que rodea al ejercicio del periodismo deportivo. Antes, la crítica podía ser incómoda, pero no necesariamente riesgosa. Hoy, en estas esferas, muchos periodistas escriben o hablan como quien camina sobre cristales: con cautela, midiendo cada palabra, no por falta de convicción sino por evitar ser mal visto, algo así como para que no se rompa el cristal generacional. El oficio se ha llenado de silencios estratégicos, de omisiones que hablan más que cualquier editorial. Porque cuando se premia la obediencia y se ve con malos ojos cualquier crítica, hasta el acto de no aplaudir se vuelve subversivo.

Por Luis Alonzo Paz | CNP 10.760